Frida Kahlo está más viva que nunca

Uno de tantos días me encontraba con los Smith haciendo un recorrido por todo lo que algo tuvo que ver con Frida Kahlo, uno de los emblemáticos personajes mexicanos....
Frida

Uno de tantos días me encontraba con los Smith haciendo un recorrido por todo lo que algo tuvo que ver con Frida Kahlo, uno de los emblemáticos personajes mexicanos. La señora Smith había leído sobre ella y le daba curiosidad saber más acerca de esta extraordinaria mujer que nació y vivió en medio de lo caótico: vino a este mundo en 1907, sólo tres años antes del estallido de la Revolución, y se fue antes de cumplir los cincuenta, luego de una intensa vida. 

Bastantes sorpresas les preparaba a los Smith ese día relacionadas con este personaje. Visitamos el Museo Dolores Olmedo, en Xochimilco, que exhibe algunas de sus piezas; luego fuimos a San Ángel, al Museo Casa Estudio Diego Rivera y Frida Kahlo y finalizamos aterrizando en el museo que lleva el nombre de la artista, también llamado la Casa Azul, ubicado en Coyoacán, lugar que perteneciera a la familia Kahlo y fuera el hogar de Frida y su Diego de 1929 a 1954, y museo a partir de 1958. A lo largo del día, vimos desde bolsos y prendas tejidas con la imagen de Frida hasta magníficas exhibiciones de sus pinturas. 

Al salir de la casa Azul —convertida en museo bajo la dirección del poeta y museógrafo Carlos Pellicer, a pedido de Diego Rivera—, ya empezaba a caer la noche, por lo que me dispuse a despedirme de la adorable pareja extranjera. Lejos estaba de imaginar que la mayor sorpresa de aquella jornada me la llevaría yo.

—Y dígame, señora Smith, ¿qué le pareció el recorrido de hoy?

—¡Extraordinario, señor Mirón! Usted siempre haciendo nuestra estancia más agradable. Me maravillaron, entre otras cosas, los casi dos mil títulos de la biblioteca de la Casa Azul en diferentes idiomas y sobre casi todos los temas, y que son muestra, por las dedicatorias a mano, de las muchas amistades de Frida y Diego con personajes famosos de su época. También me encantó la colección de la pareja de obras precolombinas y de arte popular. Y, bueno, no acabaría de contar lo que me inyectó vida, sobre todo el bodegón de sandías con la leyenda “Viva la vida”. —Oh, sí, el que Rivera pintó en honor a Frida luego de que ella muriera en 1954, a la corta edad de 47 años.

—Oh, una nota más para guardar de memoria por siempre. ¡En fin!, que el señor Smith y yo le estamos agradecidos por su hospitalidad y sus recorridos por la ciudad, además de su vasto conocimiento de la historia de este hermoso país.

El señor Smith volteó a ver a su bella esposa; acariciando su mano y, besándola, le dijo:

—Ya es tarde, querida mía, creo que debemos irnos a descansar. 

Al retirarse la agradable pareja luego de una afectuosa despedida, me dije que nunca nadie sabrá todo lo que hay que saber sobre Frida, enigmática mujer sobre la que yo mismo tenía muchas preguntas, pese a mis sesudas investigaciones sobre ella y su obra. Empecé a caminar, dando la espalda a la Casa Azul, cuando, de pronto, creí ver a alguien que parecía familiar. La noche era tibia y casi no había transeúntes en las calles: Una mujer caminaba hacia mí; vestía una blusa con lunares y canesú, además de una falda y grandes pendientes. Sus labios eran rojos y sus cejas abundantes; ¡era Frida, sin duda! Haciendo honor a mi apellido, me quedé de mirón, pues la impresión de ver a una mujer que murió en 1954 me dejó petrificado.

—Es una noche encantadora, señor Mirón, ¿no le parece?

Me quedé callado por un momento, pues era bastante surrealista tener a ese personaje frente a mí, pero el agradable ambiente nocturno y la amable voz de Frida me tranquilizaron.

—Sí, así es. ¡Pero es increíble que usted esté aquí…! —dije susurrando.

—No tanto, no se crea. Yo amé mucho a esta ciudad y a este país, pese a mis ancestros germanos, pues, como usted sabrá, mi padre fue el fotógrafo alemán Guillermo Kahlo Kaufmann, quien se vino a radicar a México en 1891, huyendo de los maltratos de su madrastra. Yo nací y morí aquí mismo, en Coyoacán, y sigo recorriendo esta bella ciudad, sólo que no todos me pueden ver, pero sí sentirme, pues vivo en los corazones de los mexicanos. Y dígame cuáles son sus preguntas acerca de mí. —Oh, ¡y lee la mente!

—Claro, y eso desde viva, sobre todo la de mi infiel marido. ¡No, no se crea! Sólo saco deducciones del comportamiento de la gente. Todos los que contemplan mis obras y los objetos que usé en vida tienen curiosidad. Los veo caminando en los museos preguntándose acerca de mis pinturas, de mi persona y de Diego. —Pues sí, es lógico… Pero ¿qué le parece si hablamos de su deceso y de todo eso que se cuenta… de que si tal o cual cosa ocurrieron, como el tema delicado de las infidelidades que me acaba de mencionar…? Pero, bueno, usted tampoco fue una blanca paloma.

Ella soltó una gran carcajada y luego, poniéndose algo seria de nuevo, me dijo:  —Mire, a veces hay cosas que es mejor que se queden como están, pues sólo dan pie a chismes, y otras, pues tienen algo de místico. Lo único que le puedo decir es que disfruté de mi último día y comí lo que deseaba; además, querido mío, aproveché para festejar mi cumpleaños. Así es, no ponga esa cara: el día que nací fue casi el día que partí.

—¡Y nació y vivió en la misma casa! ¡Y se divorció y se volvió a casar con el mismo hombre, con Diego! ¡Sí, ya lo creo que hay algo de místico y… poético! Pero ¿qué hay de la frase de su diario “Espero alegre la salida y espero no volver jamás”? —Sí, bueno, mi cuerpo no ha regresado, si eso es a lo que se refiere. 

—Por supuesto, pero, ya que hablamos de su cuerpo… cuyas cenizas se hayan en esta misma Casa Azul…

—Sí, mi maltratado vehículo en esta tierra… Usted quiere referirse a otra coincidencia que tiene que ver con mi movilidad en el plano terrestre. ¡Ah, triste realidad! —su lamento fue realmente conmovedor—. Primero contraje la paralizante poliomielitis, que lo único que tuvo de bueno fue acercarme aún más a mi querido padre, y luego vino el fatal accidente del tranvía, que arrolló el autobús en el que volvía de la escuela y me dejó la columna vertebral fracturada en tres partes.

—Y finalmente su vida fue muy breve…

—Pero muy fructífera, don Mirón, muy provechosa.

—Por supuesto, señora mía, al grado de que, sin usted, nuestro México sería otro México.

—Gracias por sus palabras, don Mirón. Seguramente nos volveremos a ver. —Sería un honor, sobre todo para revelar más enigmas de su mágica estadía en este mundo y de sus obras. 

Ella ya no dijo nada, sólo se desvaneció en el aire, sin embargo, su presencia se sentía con la misma claridad y solidez que la Casa Azul que iba quedando a mis espaldas. 

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